En todos los textos de la India antigua, el Yôga desde sus orígenes, hace 5000 años, es clasificado como filosofía práctica, como un dárshana (punto de vista) del hinduismo.
Por eso el Yôga autentico nada tiene que ver con gimnasia, educación física ni religión.
Cierta vez un famoso bailarín improvisó algunos movimientos instintivos, pero extremadamente sofisticados gracias a su virtuosismo y, por eso mismo, lindísimos. Ese lenguaje corporal no era propiamente un ballet, pero sin duda había sido inspirado en la danza.
La arrebatadora belleza de la técnica emocionaba a cuantos asistían a su expresividad y la gente pedía al bailarín que le enseñase su arte. Él así lo hizo. Al comienzo, el método no tenía nombre. Era algo espontáneo, que venía de adentro, y sólo encontraba eco en el corazón de aquéllos que también habían nacido con el galardón de una sensibilidad más refinada. Los años fueron pasando y el gran bailarín consiguió transmitir buena parte de su conocimiento. Hasta que un día, mucho tiempo después, el Maestro pasó a los planos invisibles. Su arte, sin embargo, no murió. Los discípulos más leales lo preservaron intacto y asumieron la misión de retransmitirlo. Los alumnos de esa nueva generación comprendieron la importancia de ser también instructores y de no modificar, no alterar nada de la enseñanza genial del primer Mentor.
En algún momento de la Historia ese arte tomó el nombre de integridad, integración, unión: ¡en sánscrito, Yôga! Su fundador ingresó en la mitología con el nombre de Shiva y con el título de Natarája, Rey de los Bailarines.
Esos hechos ocurrieron hace más de 5.000 años al Noroeste de la India, en el Valle del Indo, que era habitado por el pueblo drávida. Por lo tanto, vamos a estudiar los orígenes del Yôga en esa época y localizar su propuesta original, para poder identificar una enseñanza auténtica y distinguirla de otras que estén comprometidas por el consumismo o por la interferencia de modalidades alienígenas e incompatibles.
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